Relato 5:
“Una palabra tuya bastará para salvarme”. Eso fue lo último que me dijo y no fui capaz. Me miraba suplicante, de ese modo tan incondicional como acostumbraba, y que a mí, nada más conocernos, me subyugaba, e incluso me llegó a conquistar. Ese modo pausado, tranquilo, de transmitir tanto deseo como paz, tanta pasión como lealtad, tanto amor como nobleza, tanto desenfreno creativo como armonía. Y sin embargo, no supe ver la sombra. No supe verla a tiempo. A tiempo para mí, a tiempo para nosotros y ni siquiera a tiempo para él.
Cuando nos encontramos en plena calle, una chispa saltó entre nosotros y algo casual que podía haber terminado en un tropiezo sin más dio lugar a una historia común. No sé si fue el encuentro de dos soledades, o quizás el destino. Lo cierto es que después de recoger todos los libros que andaban esparcidos por la acera, nos dimos nuestros teléfonos y empezamos a quedar, al principio con cierta distancia , pero según pasaban los días la adicción, debo reconocer que mutua, nos hizo aproximar más y más. Me despertaba con la mente fija en su nombre, me acostaba recorriendo mentalmente cada milímetro de ese inexplorado cuerpo. En tan solo dos semanas me despedí de mi asombrada compañera de piso y nos fuimos a vivir juntos.
Los primeros meses, supongo que como en cualquier relación, los dos nos mecíamos sobre un mar de nubes. Eran eternas las horas en el trabajo y en la universidad, diminutas las horas comunes. ¡Es tan relativo el tiempo! No había más universo que aquel que entre los dos éramos capaces de construir, aquel que éramos capaces de imaginar. Nos comíamos el mundo al tiempo que nos devorábamos nosotros. Éramos felices, inmensamente felices. La vida nos sonreía a pesar de haberle dado la espalda, solo había una posibilidad del cara a cara y eso estaba reservado solo para nosotros.
No me pareció extraño no conocer a su familia, no me pareció extraño la ausencia de amigos, no me alertó la falta de compañeros de trabajo. Todo mi universo era él, mi luz, mi guía, mi norte, mi camino.
Como en cualquier relación, y más supongo que esta que nació de la nada y fue un volcán, y como tal todo lo arrasó, los meses hacen sus ajustes. Pasamos sin sentirlo de la pasión desenfrenada a la rutina, de la rutina al aburrimiento y de ahí a la desconfianza, las quejas, los desplantes, los gritos y peleas, a los reproches continuos y sobre todo a los largos silencios, nada que ver con esos silencios llenos de ángeles que acompañaban nuestros primeros encuentros, no, ahora eran silencios llenos de rencor, llenos de hastío. Silencios como una manta de tristeza con la que cubrimos nuestras vidas, con la que nos arropábamos en la noche. Y así un día y otro, una semana tras otra sin ser capaces de romper ese vínculo nefasto, sin ser capaces de reconocer nuestro fracaso. Sin darnos cuenta de que éramos un par de desconocidos enrolados en la mutua destrucción.
Tenía que tomar la iniciativa, tenía que sacudirme todo ese espanto, salir de ese torbellino que nos succionaba, nos atraía con una fuerza aterradora hacia ese agujero negro, cada vez más grande, cada vez más potente. No sabes cómo, si el instinto de supervivencia o de nuevo el destino, por qué no, una mañana una fuerza desconocida se apodera de ti, la determinación guía tus pasos, no hay vuelta atrás. Decides romper las cadenas, salir al exterior, caminar. Salvarme yo.